Nació el arquitecto el día que nació la termita, nació la música en los cielos y bajo los mares del Pacífico, la rama se hizo techo y la lluvia se hizo caldo. Ese día, hace siglos, las primeras mujeres y los primeros hombres descubrieron que se podía tejer la historia entre bejucos y fibras, se dieron cuenta que las manos rimaban con los materiales y salían versos en formas de mochilas, chinchorros y telares. 

Aquel día surgió del centro de la tierra una serpiente, que rodeó el mundo y abrazó varias tribus humanas en una sola idea, las estrechó tan cerca que se volvieron una sola pieza, un solo arte, un inmenso tesoro. Al principio fueron cuatro las culturas unidas, pero la serpiente crece y crece, hasta que algún día sean todas.

La sal guarda en su memoria la historia de un pueblo que mira el mundo desde una península. Desde la Guajira colombiana, pastores de cabras y canciones en wayuunaiki marcan el ritmo de los hilos de algodón y fibras que danzan para crear piezas coloridas, tesoros que contrastan con la historia árida de un pueblo que ha pasado sed pero sonríe entre pieles rojizas y abraza con manos tiznadas por el carbón.

Corazones alimentados con maiz tan amarillo como el oro y tubérculos que no salen de la tierra sin llevarse un poco de ella. Un pueblo que se viste de alegría y lleva coronas que cantan colores al cielo. Chamanes que curan todos los males y piezas que recrean todos los bienes. En el Putumayo colombiano nacen tesoros que al ser usados tejen en el alma una puerta a la magia del mundo ancestral.

El océano pacífico poco tiene de pacífico, turbulento y lleno de magia arroja a sus playas y sus selvas conjuros que hechizan a quienes viven alrededor. El pueblo Embera es resultante de esta magia. Sus piezas también. Pequeños puntos de colores saltan sobre las pieles negras y marrón, formando collares, tejidos e incontables tesoros que dibujan la rebeldía del alma chocoana en el alma de quien las usa.